Trabajar desde mi cuarto tiene ventajas importantísimas (como nunca llegar tarde, por ejemplo), pero acarrea desventajas pesadas a la hora de la balanza -además de no poder faltar nunca-. Por si fuera poco, desde hace un tiempito tengo los horarios trastocados, y me quedo toda la madrugada despierto. Por eso mismo, el mensaje sonó realmente fuerte en mi cabeza… seguramente más fuerte que en el propio celular.
«Me acaban de despedir. Carajo mierda!… almorzamos mañana?»
Bienvenida a mí mundo pensé por unos instantes, por aquello de mal de muchos consuelo de tontos. Pero después, obviamente, me repuse: Majo no está en la misma condición que yo, ni tiene padres que le guardaron el cuarto igual que cuando se fue. «Si claro… igual ese diario es una mierda. vos seguís siendo mi periodista preferida!».
Hacía muchísimo tiempo que no iba a la Ciudad Vieja. Por lo menos no de día, y sin que estuviera implicado algún trámite particular. A eso de las 12.30 pasé a buscar a Majo por su casa, y recorrimos el barrio en busca de ese restaurant tan fantástico que yo, obviamente, no conocía. Tampoco sé cómo volver. Almorzamos y conversamos como si fuera la última vez que nos fueramos a ver, y técnicamente era una de las primeras: desde que dejamos la facultad realmente nos habíamos visto muy poco, y últimamente teníamos más conversaciones por msn que otra cosa. Después de comer, caminamos un rato más por las plazas, aunque yo me divertí bastante más mirando a la gente. Me encanta escuchar las conversaciones, inventar la historia y terminarla. Ver cómo aquellos dos se pelean por una huevada, cómo aquellos tres discuten de negocios sentados en La Pasiva, o ver como aquel viaja apuradísimo porque es claro que llega tarde.
Calentamiento global mediante, el día se prestaba para estar en otro lado, caminando por la rambla, paseando por el prado, qué sé yo… lejos de la ciudad propiamente dicha. Pero como no había ánimos, nos sentamos frente al Mausoleo a disfrutar del sol. Y fue perfecto. Hablamos de la vida, de cosas que no tienen sentido, de cosas que solo tienen sentido para algunos, del calor, de los viajes, de qué bueno sería ganarse de una buena vez el maldito 5 de oro, de los lentes, de cómo la gente no le duele la cabeza con el sol, y de por qué todos los niños tienen la necesidad imperiosa de correr como poseídos contra el muro inclinado del mausoleo e intentar llegar al borde.
Y ahí me di cuenta de cuánto extrañaba eso. Tener a alguien al lado con quien compartir un nonsense puro y duro sin que importe nada más que saber cuándo se va a correr la nube que ahora está tapando el sol, porque además ninguno de los dos tenía trabajo para hacer. Y no hablo de tener a Majo como esa persona… no. Más bien tener a alguien como ella. Como ella en ese momento.
La nube finalmente no se corrió, así que nos autoinvitamos un café y un jugo de naranja, y quedamos en averiguar pasajes para escaparnos a algún lado.